Macarena Huicochea
En el México antiguo, el papel amate tenía un gran valor simbólico, ritual y cultural pues se utilizaba para hacer ofrendas durante las ceremonias religiosas; así como para adornar a los dioses y sus templos. Aunado a lo anterior, se relacionaba con la escritura y el arte sagrado de elaborar libros de pinturas o códices, en los cuales se manifestaban las cosas divinas y se perpetuaban – a través de imágenes, glifos y símbolos – las tradiciones orales de los ancestros; el origen del cosmos y el papel del hombre como parte de un mundo totalmente sacralizado.
La elaboración de Papel amate es resultado de una tradición centenaria de los pueblos mesoamericanos que ha permitido conservar y registrar los procesos históricos y la cosmovisión de diversas culturas originarias de nuestro país como la mexica, maya, otomí y zapoteca, entre otras.
Tras 500 años de resistencia cultural, en algunas comunidades indígenas de nuestro país se sigue elaborando el papel amate de la manera tradicional y – a partir de la Conquista- resultó ser un recurso práctico para recortar, representar y ocultar a las antiguas prácticas y desarrollar nuevas formas – más discretas- de sanación. En estos recortes de papel se pueden encontrar representados tanto los espíritus o fuerzas de la naturaleza como imágenes mestizas que combinan la antigua tradición religiosa con el dualismo católico, dando origen a personajes como el diablo, el judío o los hombres (blancos) “malos”, quienes constantemente buscan enfermar a las personas, afectar sus cosechas y causar daño; mientras que los antiguos espíritus vinculados con la naturaleza (antropomorfizados o como criaturas míticas) se convierten en aliados de que permiten al curandero realizar ofrendas o curar de “malos aires”.
Actualmente, San Pablito Pahuatlán (ubicado en la Sierra del Estado de Puebla) es una de las pocas comunidades indígenas que mantiene viva la tradicional elaboración del papel y su uso ritual en ceremonias que, aunque cada vez más escasas, siguen revelando vestigios de la cosmovisión prehispánica que aún “da vida” y “anima” los recortes que se colocan como ofrendas propiciatorias de las buenas cosechas o peticiones para un buen parto o nacimiento; así como la ayuda para vencer a las entidades tenebrosas que enferman a la gente: el papel blanco se utiliza como amuleto para invocar protección, mientras el papel oscuro se usa para atrapar “diablos” o “malos aires” y quemarlos.
Los espíritus buenos están descalzos y están vinculados con la naturaleza y de sus cuerpos emergen plantas y frutos como el frijol, el café, el maíz, las piñas, o los tomates; así como animales del monte: venados, conejos y pájaros. Las entidades negativas usan zapatos y suelen tener rostros monstruosos, cuernos o dos caras y suelen hacerse en papel amate oscuro: se usan para “sacar el mal” del cuerpo del enfermo y se destruyen después de cada ceremonia, mientras que los de papel blanco, empleados con fines benéficos, se conservan como amuletos.
La producción de papel amate sigue siendo artesanal, e inicia con la recolección de cortezas de los árboles de jonote blanco y rojo (Ficus cotinifolia y Ficus padifolia) que, desde la época prehispánica se remojaban primero durante varios días, pero que a partir de la Colonia (para acelerar el tiempo del proceso) se cuecen en agua con cal o ceniza hasta obtener suaves fibras vegetales que van del marrón oscuro al amarillo paja. Además de las especies mencionadas, también se han utilizado otras especies no relacionadas al ficus, como la Morus celtidifolia, Citrus aurantifolia y Heliocarpus donnellsmithii. Una vez cocidas, las fibras de las cortezas se pueden separar y se enjuagan en agua limpia, se blanquean o tiñen con tintes naturales de otras cortezas, flores o cenizas; aunque en la actualidad también se destiñen con cloro, sosa cáustica o se pintan con anilinas industriales.
De acuerdo con el tamaño que se quiera dar al papel, las fibras húmedas de las cortezas se extienden sobre tablas que han sido frotadas con jabón (para evitar que se peguen), y se acomodan formando recuadros o retículas que se aplanan golpeándolas con una piedra volcánica para que se libere una resina que aglutina el papel. La pasta obtenida se deja secar al sol sobre la misma tabla y, dependiendo del clima, puede convertirse en una hoja de amate en unas horas o en algunos días.
Ante la creciente demanda de lienzos de diversos tamaños – muy solicitados para la elaboración de artesanías locales y de otras latitudes- los artesanos han desarrollado sus propias artesanías, que incluyen la elaboración de coloridas pinturas sobre el papel amate que, si bien no poseen las características de los viejos códices, si reflejan su visión de la vida y sus costumbres. Estos trabajos artesanales son muy atractivos visualmente y describen escenas campiranas, fiestas patronales y hermosas imágenes de aves de hermosos plumajes, venados, conejos e incluso de animales de granja como caballos, burros, vacas y gallinas que, junto con los personajes humanos, describen la vida diaria de los habitantes de la región. Incluso ha habido obras y artistas de la comunidad que han exhibido en museos nacionales e internacionales, cuyos trabajos no sólo muestran la característica “alegría de vivir” que nos destaca, sino también han utilizado su arte para hacer denuncias y reivindicaciones sociales, ambientales y territoriales.
Esta comunidad de la Sierra de Hidalgo ha visto disminuida la demanda de sus productos y artesanías debido a la pandemia y algunos talleres han cerrado o sus integrantes han migrado en busca de oportunidades de trabajo y subsistencia, pues una de sus principales fuentes de ingresos (después de las remesas) es la producción de artesanías y su venta a revendedores y turistas que visitan Pahuatlán.
Generación tras generación, familias completas del Pueblo Mágico de Pahuatlán, en Puebla, se han dedicado a esta esta actividad y, a partir de la organización de varios maestros artesanos, poseen ya la Denominación de Origen del papel amate, elaborado desde la época en que la Gran Tenochtitlán en este lugar que se considera la cuna de esta artesanía propia de la etnia hñahñu (otomí).