Por Doctor Salvador Rueda Smithers
Director del Museo Nacional de Historia Castillo de Chapultepec
Por su fuerza simbólica, el Castillo de Chapultepec es quizás el monumento más visitado de México. En la actualidad, cada año atrae a poco más de un millón y medio de visitantes que recorren sus senderos y buscan sus jardines, admiran sus fuentes, interpretan los signos de sus trece pinturas murales o celebran las efemérides de aquellas jornadas que construyeron la nación.
También hay quienes llegan para repetir los pasos perdidos de famosos hombres y mujeres, de protagonistas trágicos de la historia que la memoria mexicana convirtió en héroes o villanos y cuyas biografías están ligadas a los pasillos de este sitio cargado de signos. Cotidianamente, llegan grupos escolares para tomar lección de los actos ejemplares del pasado, lo mismo que turistas, peregrinos, coleccionistas, amantes del arte y de los hechos pretéritos. En el alma del Castillo de Chapultepec, habita la vocación de recordar: tal ha sido su propósito desde su apertura como Museo Nacional de Historia.
El Museo Nacional de Historia resguarda casi cien mil piezas de valor artístico e histórico que se despliegan cronológicamente del siglo XV al XXI. Agrupadas en colecciones, los lotes están organizados en siete curadurías: Arqueología, Numismática, Indumentaria y Accesorios, Armas y Tecnología, Documentos Históricos y Banderas, Pintura y Escultura, y Mobiliario y Enseres domésticos. Algunas colecciones son cuantiosas, como la de numismática con más de 26 mil piezas; otras son pequeñas y delicadas, como la de relojes con 145 piezas, o las de instrumentos musicales con apenas una decena.
Hay, por supuesto, piezas únicas, verdaderos tesoros como el escudo de plumas que regaló Moctezuma a Hernán Cortés y que este envió a Carlos V, o el carruaje de lujo del emperador Maximiliano, fabricado por la Casa de Césare Scala en Milán. Asimismo, las hay inclasificables, que se han guardado más como reliquias y amuletos. El museo es un misterio interminable.
La labor de largo aliento del museo es la custodia. Los depósitos son su corazón. Del total, cerca de cuatro mil objetos de diferente naturaleza material y de distinto origen y época se exhiben permanentemente, a modo de abreviatura de los cinco siglos de la realidad mexicana. Con frecuencia, además, varios centenares de piezas más dan cuerpo a las exposiciones temporales dentro y fuera del castillo.
Tres generaciones de mexicanos han visitado el museo desde que se instaló en el Castillo de Chapultepec hace setenta y cuatro años… La suma total asciende a millones de personas que hemos crecido con la iconografía histórica que nos ha enseñado el museo a través de sus colecciones. Los rostros y gestos memorizados de héroes del panteón patrio y gente esforzada en el pasado son parte del imaginario colectivo vivo.
En el área oriental del castillo se ubica el museo de sitio, dedicado a mostrar gustos y maneras de vivir de las familias gobernantes del país. Agrupa un millar de piezas, en su mayoría de los habitantes más destacados: los emperadores Maximiliano de Habsburgo y Carlota de Bélgica, y los presidentes Porfirio Díaz y Venustiano Carranza. El mundo que llevaban encima personas que no gustaron de la ostentación, a pesar de ser socialmente privilegiados: desde pequeños objetos como portarretratos y guardapelos, anillos, camafeos, aretes o el reloj de oro de Breget de Maximiliano, hasta las coronas y condecoraciones del presidente Benito Juárez o los enseres de viaje de Díaz, los retratos de Carranza… Las ambientaciones mantienen los muebles originales del Segundo Imperio (1864-1867), como parte del juego de mesa de plata de Christofle, sus pianos, los retratos al óleo de los jóvenes emperadores, o los bustos esculpidos en mármol de Díaz y de su esposa Carmen Romero Rubio. Al poniente, donde hasta 1914 se levantaban los dormitorios de los cadetes del Colegio Militar, se erigió el primer monumento del siglo XX dedicado a los Niños Héroes y la gesta del 13 de septiembre de 1847.
Dos grandes escaleras recuerdan que esta parte del edificio fue alguna vez el Colegio Militar, y más tarde, entre 1916 y 1939, despachos de la Presidencia de la República. Trece salas de la planta baja se dedican al discurrir de la historia desde 1519 hasta el final del llamado “viejo régimen”, con la promulgación de la Constitución de 1917.
En la parte alta, destaca la Sala de las Malaquitas por las piezas de gran formato de factura rusa adquiridas por el gobierno mexicano a finales del siglo XIX, que dan singular carácter a la que fuera lugar de audiencia presidencial. Los retratos de los sesenta y cuatro virreyes de la Nueva España y los de mujeres de la aristocracia virreinal sirven de marco a la exhibición de joyas, relojes, cigarreras, cajitas de rapé, miniaturas y abanicos que dan fe del uso de accesorios y los gustos en el vestir en el México colonial y los albores del siglo XIX.
Fue hacia el ocaso del siglo XVIII cuando a Chapultepec se le dio otro rostro en la geografía humana. Un accidente y una decisión de gobierno dieron un giro secular a sus formas, y con él se le modela bajo los cánones del gusto laico. Eran los tiempos de gobierno del virrey Matías de Gálvez. Estalló la fábrica de pólvora aledaña al antiguo palacio de descanso virreinal; al desastre le siguió la inventiva: no se planeó reconstruir la derrumbada mansión, sino que se imaginó otra, esta vez en la cima, en el lugar que durante dos siglos y medio había sido mirador del arcángel Miguel. Don Matías heredó el proyecto a su hijo y sucesor: Bernardo de Gálvez.
Cuatro décadas después, en los 1830, se acondicionó la fortaleza como un buen cuartel: se le destinó como Colegio Militar. La nación urgió de un ejército propio, con oficialidad preparada. Se decidió adaptar la fortaleza arruinada con aulas, dormitorios y caballerizas. En el edificio adosado al oriente del cerro, se establecieron las oficinas de la dirección del colegio. Un óleo de gusto romántico que se exhibe en el Alcázar da testimonio del paisaje en el corazón de la joven nación: en la punta del cerro, gruesos muros dejaban ver una orgullosa fortaleza, en cuya asta mayor ondeaba la bandera mexicana.
En 1847, por el norte y por el Golfo de México, entraron tropas norteamericanas rumbo a la Ciudad de México. Chapultepec fue el último escenario de lucha: aquí se libró la batalla del 13 de septiembre de 1847, donde los cadetes decidieron resistir hasta el final el ataque de los invasores; la historia los recordaría como los “Niños Héroes”, uno de los primeros emblemas del patriotismo mexicano e ícono del Museo Nacional de Historia.
El 31 de diciembre de 1938, el presidente Lázaro Cárdenas informaba sobre los programas económicos que su gobierno asumiría como prioritarios para el año de 1939. Entre sus anuncios, daba a conocer las líneas de la educación pública como base del desarrollo social, y dio importancia a la fundación del Instituto Nacional de Antropología e Historia, como organismo encargado de proteger el patrimonio arqueológico e histórico del país y de estudiar la realidad indígena en su extendida geografía. El proyecto fundacional había sido aprobado por el poder legislativo una semana antes, el 22 de diciembre de 1938; en su decreto respectivo, se asentaba la creación del Museo de Historia en el Alcázar del Castillo de Chapultepec. El hecho fue capital: las herencias del pasado y la investigación y conocimiento de las realidades pasadas y presentes eran el camino que dibujaba el rostro de la identidad nacional. Proteger, conocer y difundir el patrimonio cultural heredado se desdobló en razón de Estado.
Un giro más daría el destino del Castillo de Chapultepec: en 1939 el presidente Lázaro Cárdenas cedió una posesión de la patria. Cuatro años después de su apertura, el director Silvio Zavala argumentó que pocas piezas se exhibían en torno al triunfo republicano y la caída del segundo imperio, había que completar la lección de historia con aquella herramienta didáctica que redescubrió el arte mexicano, con la clara influencia del Renacimiento italiano: el muralismo como artificio de la lectura de la historia entre un pueblo poco afecto a los libros. Era el año de 1948. Entonces, invitó a José Clemente Orozco a retratar a Benito Juárez en un fresco sobre una pared falsa. La interpretación se inscribió en las corrientes artísticas que daban fama y eran orgullo de México: el muralismo.
Orozco decidió que la enorme cabeza color de tierra de Benito Juárez cubriera el primer plano del mural; a su lado, un soldado de rostro indio y gesto feroz domina, con ademán de lucha, a los personajes poco piadosos que en la base de la obra cargan el cadáver de Maximiliano. Así comenzó el ensayo del muralismo museográfico en el Castillo de Chapultepec; con él, el ejercicio de la pintura mural como herramienta didáctica en el Museo Nacional de Historia, con sus sugerencias simbólicas y explicaciones de múltiples sentidos. Para los muralistas Juan O’Gorman, Jorge González Camarena, Ángel Bolíver y David Alfaro Siqueiros sería el capítulo inicial de la historia moderna. Había que explicar la biografía de la nación independiente. Con el paso del tiempo, los murales dejaron de ser útiles lecciones de historia patria. Hoy no son herramientas pedagógicas, son tesoros del museo.
Este artículo forma parte de la edición «Museos Icónicos de México»; puedes descargar la versión digital haciendo clic aquí.