Por: Luis Alberto Martos L.
Arqueólogo, investigador de la Dirección de Estudios Arqueológicos del INAH.
Desde tiempo inmemorable, el agua tuvo una especial importancia para los antiguos pueblos mayas. Sustancia preciosa y divina, imprescindible para la vida, desde épocas muy tempranas influyó en el pensamiento mágico, mítico y religioso de tal forma que fue un elemento vital en rituales de fertilidad, vida, muerte y renacimiento; y es así que la vemos como protagonista tanto en los mitos de creación y de devastación, como también vinculada con númenes, espíritus y deidades. Su importancia queda patente aún en el habla, pues aparece en las raíces há (agua), chen (pozo) o dzonot (cenote); y en numerosos toponímicos como son Xel-há (entrada de agua), Chanchen (pequeño pozo) y Chikindzonot (cenote del oeste), por mencionar solamente algunos ejemplos en los que se describen lugares o rasgos notables de la geografía física y sagrada. No es extraño que incluso al agua se la relacione con las piedras verdes y azules del jade y la turquesa, pues a las gotas de lluvia se les describe con la metáfora de joyas preciosas que generan la vida.
Numerosos sitios mayas se desarrollaron en ambientes acuáticos y abundan los asentamientos emplazados en zonas de humedales, como es el caso de Oxtankah (en el sur de Quintana Roo) o El Rey (en Cancún); lacustres, como Cobá; costeros, como Tulum o Xcaret; en cuencas pluviales, como lo es El Tigre, a orillas del río Candelaria, en Campeche; o Yaxchilán, en Chiapas; de tal modo que, desde tiempos muy tempranos, se aprovecharon estos medios, explotando sus recursos naturales, construyendo complejos sistemas hidráulicos de canales y represas para la agricultura, y desarrollando técnicas de navegación; deviniendo los ríos, lagunas, lagos y mares en importantes medios de comunicación y de comercio. Y es que, ante un territorio pletórico de aguas, los mayas entendieron y aprendieron a sacar el mejor partido. Estos medios naturales, que nos parecen tan difíciles de preservar ahora, se convirtieron en un gran reto que los mayas encararon y asumieron, tornándolos en aliados.
En Edzná, Campeche, por ejemplo, existe un complejo sistema de canales para irrigación y aún navegación; en El Mirador, Guatemala, que es un sitio muy temprano, hay un vasto sistema de presas y represas; la gran urbe de Dzibanché, en el sur de Quintana Roo, destaca por su extensa zona de campos levantados, es decir, una suerte de camellones artificiales de tierra levantados sobre el pantano y que se utilizaban para la agricultura intensiva. También destacan los sistemas de pesca intensiva que han sido registrados a lo largo de la laguna de Bacalar, en donde se han localizado represas, trampas y muretes acondicionados dentro del agua para la captura de peces y cangrejos. Por supuesto también resulta notable el impresionante sistema de ayuda a la navegación que se desarrolló a lo largo de la costa oriental de Yucatán, hoy conocida como Riviera maya. Se trata de una costa muy uniforme, con pocos accidentes o referentes naturales notables y por eso se levantaron una serie de altares, templos y adoratorios que van marcando la presencia de fuentes de agua, poblados, zonas de embarque, zonas peligrosas y aún indican los accesos naturales en el arrecife; todo esto se acompañaba con señales de banderas y fuegos que servían para apoyar y hacer más segura la navegación, que fue muy intensa en esta zona.
Y si estos medios acuáticos fueron escenario para el desarrollo de la vida cotidiana y de las actividades más profanas, no es extraño que trascendieran en el pensamiento maya para convertirse en rasgos naturales de una geografía sagrada, vinculados al mundo inmaterial y espiritual; devinieron así en lugares de culto para el desarrollo de ceremonias y rituales relacionados con la lluvia, la fertilidad, la vida, la muerte y el renacimiento. Ciertos parajes de la laguna de Metzabok, en Chiapas; los cenotes de Yucatán; algunos sectores del río Usumacinta, en Chiapas; o el Candelaria, en Campeche; las lagunas de Cobá o Punta Laguna, tal caleta o ensenada, todos son ejemplos de los muchos ambientes acuáticos sagrados que existieron en el área maya y que hoy siguen impactando por su belleza natural y por la riqueza de contextos arqueológicos que allí se encuentran.
Quizá uno de los más conocidos ejemplos de lo anterior sea el cenote de los sacrificios de Chichén Itzá, en donde un largo sacbé o camino blanco maya de 200 m de longitud conecta el sitio sagrado con la Gran Nivelación en donde se levantan las principales estructuras ceremoniales del sitio. En el borde sur del cenote hay una peculiar estructura que aloja un baño de vapor y, por supuesto, bajo sus aguas se encontraron numerosos objetos de cerámica, concha, turquesa, madera, oro, jade, copal y aún huesos humanos.
Otro ejemplo es el conjunto del Jaguar de Xel Há, pequeño complejo que se levanta junto a un bello cenote, como sucede también en Dzibilchaltun, Yucatán, en donde el cenote es el corazón mismo del antiguo asentamiento.
A principios del siglo XXI, en el sitio arqueológico de El Tigre, en Campeche, mientras se buscaban evidencias de un posible embarcadero prehispánico en el río Candelaria, los arqueólogos subacuáticos descubrieron que, en medio del cauce, los mayas habían depositado una serie de ofrendas. La poca visibilidad de las aguas y la fuerza de la corriente habrían incrementado la dificultad de realizar apneas para depositarlas, por lo que quizá una explicación podría ser que el río perdió mucho de su caudal durante la gran sequía que azotó al mundo maya entre los años 800 y 920 d.C.
Pero quizá los vestigios más sorprendentes de ese fuerte vínculo de los mayas con el agua se encuentren en los cenotes, en donde también se han localizado evidencias prehistóricas como son los restos de la Mujer de Naharón, la Mujer de las Palmas o la famosa Naia, en el Cenote Black Hole. Se trata de cavernas que durante la prehistoria estuvieron secas y fueron escenario del desarrollo de rituales y ceremonias que, en estos casos, fueron usadas como depósitos funerarios y, después del deshiele, se fueron inundando gradualmente hasta formar los sistemas sumergidos que hoy conocemos.
Muchas cuevas que alojan cenotes en su interior fueron adaptadas con muros, escalinatas, recintos, altares, santuarios y aún templos. De igual manera, hay numerosos casos de la presencia de petrograbados y pinturas, sobre todo predominan los diseños geométricos, zoomorfos y las llamadas “caritas”, que son rostros o caras de númenes acuáticos, a veces muy bien labradas tridimensionalmente y, en ocasiones, apenas insinuando los ojos y las bocas que por lo general están abiertas.
En cuanto a las pinturas, lo más común son las impresiones de manos, tanto positivas como negativas, así como diseños geométricos, zoomorfos y antropomorfos, aunque hay algunas que incluso presentan inscripciones como las de Río Azul en el Petén guatemalteco. Pero quizá los vestigios arqueológicos más conocidos sean las ofrendas, objetos que fueron arrojadas a las aguas de los cenotes como parte de complejos rituales y ceremoniales. Éstas incluyen vasijas, principalmente jarras y tinajas, incensarios, cuencos, vasos y aún vasijas tipo “chocolatera” (llamadas así por presentar un tubo vertedera). Los objetos de jade y concha incluyen cuentas de collares, pendientes, y pectorales. Objetos líticos de sílex y obsidiana, como cuchillos, puntas y navajillas, así como hachuelas de piedra verde. En contextos rituales muy importantes, como lo es el cenote de Chichén Itzá, se recuperaron objetos de madera (como vasos o báculos), discos de oro repujado y figurillas que provienen de Centroamérica, cascabeles de cobre, discos de turquesa y serpentina e incensarios y cajetes con copal, y aún hay evidencias de textiles. Por supuesto que también hay restos humanos en numerosos cenotes, algunos, quizá evidencia de sacrificios, otros que fueron arrojados posteriormente, en un ritual de devolución de los restos a las aguas primigenias, buscando que la persona reviviera en otro plano.
Foto de portada: Baños de vapor construidos en el borde del Cenote Sagrado de Chichen Itzá.