Mtro. Mario Humberto Ruz
Centro de Estudios Mayas, UNAM.
Sin lugar a dudas uno de los bodegones más nutridos y atractivos para asomarse a lo que de gastronómico y culinario guarda la identidad mexicana es la revista Artes de México, que ha dedicado números completos a recordarnos el universo sensorial que eclosiona y se revela al aproximarnos al maíz, el maguey, el chile, el nopal, el agave, el cacao y otros varios elementos que el Nuevo Mundo obsequió al Viejo y que, aún hoy, siguen siendo esenciales para definir nuestra entidad como mexicanos herederos tanto de portentosas culturas mesoamericanas, como de su maridaje con la rica tradición ibera, a su vez híbrida de lo árabe y lo judío, enraizado en las distintas formaciones culturales de lo que hoy se llama España.
Un número en particular logrado de la revista, por diverso, inclusivo e ilustrado con especial esmero (con el mismo buen gusto de siempre), es el 122, que atinadamente titularon Semillas de identidad. 31 alimentos que México dio al mundo, espléndida edición que me permitiré comentar, de forma breve, incurriendo sin duda en lastimosas omisiones, ya que en unas cuentas líneas es imposible rendir honor al esplendor visual que despliegan sin pudor alguno ese portento de colores que es la pitahaya, o el mamey con su “rojo llameante”, el derroche amarillo del zapote denominado en maya kanisté (kan: amarillo), la gama de verdes del aguacate y ese vasto campo de policromías que exhiben solanáceas como el tómatl, el xitómatl, el coatltómatl, el miltómatl, el izhoatómatl, el coztómatl y otras, varias de las cuales no sólo ofrendaron su sabor sino hasta el nombre y la genética, para regresar a nosotros híbridas y rebautizadas como cherry, brandywine, russian, lime green, siberian, sun sugar, hawaiana, valenciana y otras, que nos imponen la mercadotecnia y la moda, y que permiten a veces nuestra falta de conocimiento de lo propio y la carencia de orgullo para defenderlo.
Tampoco podría entretenerme en los efluvios olfativos de la vainilla, la pimienta de Tabasco (gorda o de la tierra), y hasta las muy peculiares emanaciones del epazotl o yerba del zorrillo. Y ¿cómo dar cuenta cabal de la preciosa textura de la guanábana, la chirimoya, la anona, el saramuyo, la papausa u otras anonáceas, o las suculencias gustativas que destilan el chicozapote, el caimito y el nance, nanchi o nantzi, por no hablar de las que encierran el chipilín y el guajolote, una vez aderezados?
Puesto que de maridajes de ingredientes, conceptos y signos se trata, aún más complicado resultaría abundar sobre el papel que juega el achiote al mezclarse con el k’ool, salsa hecha de maíz, para simbolizar la sangre en los platillos de la Península de Yucatán, o entretenerse en el amplio universo de mitos vinculados al propio maíz, que pueden remontarse hasta la creación misma, y son capaces de plasmarse en el atavío,como lo muestran ciertos huipiles mayas de Chiapas y Guatemala, donde figuran los ciclos del crecimiento de esa planta, que es también capaz de perpetuarse a través de numerosos ritos que celosamente guardan los “tradicionalistas” de varios pueblos originarios, y primordiales, que todavía conceptúan al cereal como sustento del hombre, formador de su carne y artífice de sus huesos,a la vez que guardián del espíritu (por algo los tzeltales de Bachajón, Chiapas, continúan dejando junto a un pequeño una mazorca para evitar que algún ser maligno le robe el alma).
Tal y como lo era ya en la época prehispánica, el maíz es una auténtica manifestación divina (hierofanía) con la que se daba y se da una relación mística; que acompaña al individuo desde el nacimiento hasta la fosa, pues sobre una mazorca siguen algunos grupos mayas cortando el cordón umbilical de sus hijos (con los granos manchados de sangre se sembrará la primera milpa del niño), y en la boca de sus muertos otros depositan granos o bebidas hechas del precioso cereal, o colocan en el seno de una madre muerta una mazorca de maíz por cada hijo que deje, para que no los extrañe…
Ya que no puedo detenerme en ese universo de lo sensorial que se desprende de frutas, verduras, plantas y algunos animales tratados en esa revista, después de confesar mi pasión por empleos gastronómicos tabasqueños antiguos y actuales, como el de los insuperables merenguitos de guanábana que se consiguen en Jalpa y Nacajuca, el pozol de maíz mezclado distintamente con cacao pataxte, coco, semilla de mamey o raíces de malanga de la Sierra, o los tamalitos de mano de cangrejo que se pueden degustar en Paraíso, me detendré apenas en un aspecto que se me antojó particularmente novedoso: el de los comentarios, los refranes, dichos y consejas que asoman por todo el texto y dan fe de una ingeniosa tradición popular, que sin duda arranca desde la época precolombina y en no pocos casos pervive hasta nuestros días. Daré unos pocos ejemplos, dejando al lector el placer de descubrir otros.